¿Habías oído hablar alguna vez de “El niño del bosque”? Este libro, publicado en 2005, revolucionó la educación ambiental y sacudió la conciencia de numerosas familias. El motivo de su gran impacto fue que supo señalar una serie de problemas de los que somos conscientes, pero que solemos obviar, síntomas tales como el menor uso de los sentidos en la infancia, los problemas de atención y el alto porcentaje de enfermedades emocionales en niños y adolescentes. Todos ellos son provocados por el déficit de naturaleza, un síndrome contra el que luchamos activamente en nuestros jardines de infancia en Viena.
Hoy queremos reflexionar sobre el asunto, pues, a pesar de su éxito, la publicación de Richard Louv no ha sido suficiente para que cambiemos del todo nuestro estilo de vida. Adicionalmente, añadiremos comentarios sobre esta circunstancia en la ciudad de Viena o sobre la aplicación práctica. Los resaltamos en color rosa para diferenciarlos de la teoría.
Premisa: Los niños están desconectados del exterior
El déficit de la naturaleza es más acusado en las ciudades, siendo algo reciente. En el siglo XX se produjo un éxodo rural sin precedentes, en el que miles de personas se mudaron a las urbes y formaron allí su familia. Todos aquellos niños se criaron en una ciudad, pero el síndrome de la desconexión con el exterior no les afectó como afecta ahora a la infancia. ¿Qué cambió? Principalmente dos cosas: la enfermedad del interior y la falta de libertad en la infancia. Empezaremos reflexionando sobre la segunda.
¿Los niños ya no tienen libertad?
Lamentablemente, cada vez somos más temerosos. Los padres siempre sienten miedo: miedo a que sus hijos se hagan daño, miedo a que se pierdan y pasen un mal rato, miedo a que se contagien de alguna enfermedad, miedo a que se encuentren con una mala persona por la calle… Es comprensible, pero este recelo se ha visto incrementado hasta el punto de recortar la autonomía de los niños.
Si escuchamos historias de los mayores, nos sorprendemos al descubrir que nuestros abuelos ayudaban en las tareas familiares desde pequeños y recorrían largas distancias para ello, interactuando con gente por el camino; nuestros padres probablemente se movían por el vecindario, tenían una bicicleta o contaban con permiso para ir a jugar a algún campo de fútbol lejos de casa; la última generación, de acuerdo a un estudio en Reino Unido[1], tiene todo el día planificado con actividades extraescolares y los menores de 10 años suelen ser acompañados de una a otra. El juego libre es cada vez más escaso, el poder de decisión de los niños mínimo y la situación no ha hecho más que empeorar desde 2020.
El juego libre no tiene estructura ni normas, siendo algo espontáneo en los niños. En nuestros grupos infantiles planificamos muchas actividades, pero sabemos que ellos necesitan disponer de tiempo para jugar libremente sin que un adulto les indique qué materiales deben usar o por cuanto tiempo deben concentrarse. Sencillamente se trata de dejarles su espacio, permitiendo que desaten su imaginación.
La enfermedad del interior
¿Recuerdas haber pescado con las manos en una charca? ¿Te caíste alguna vez de un árbol? ¿Encontraste un insecto extraño y emocionante que quisiste tocar con un palo? Son experiencias comunes en aquellos niños que crecieron en contacto con la naturaleza, obteniendo algo único e irremplazable: se sentían realizados mientras satisfacían sus necesidades emocionales y cognitivas.
Los mejores recuerdos, los que de verdad te marcan, suelen corresponderse a las experiencias incontroladas en las que desarrollaste alguna habilidad central. Así lo asegura el neurobiólogo Gerald Hüther, que además explica como las experiencias en un entorno complejo establecen nuevas conexiones nerviosas que producen felicidad. No se trata de un mero sentimentalismo, pues las investigaciones del cerebro[2] lo corroboran: estar al aire libre, en la naturaleza, nos provoca sentimientos agradables. Un niño aprende empatía al interactuar con un animalillo, las plantas le ayudan a vincularse emocionalmente y el exterior le ofrece un sinfín de oportunidades para desarrollar su potencia física. Pero esto no es todo, también se estimulan la imaginación, la creatividad e incluso la alegría de vivir.
Entonces, si los padres cada vez sienten más ansiedad al no poder controlar los peligros del exterior y los espacios verdes escasean, ¿Dónde se pasan los niños la tarde? En casa o en espacios interiores, en muchas ocasiones frente a la pantalla. Varios estudios desarrollados en Alemania nos brindan cifras significativas: tras encuestar a familias con niños de entre 6 y 13 años contrastaron que en 1990 el 75% de ellos paseaban al aire libre todos los días; en 2003 era tan solo el 50% y además se les prohibía trepar a los árboles o jugar en el parque más cercano sin supervisión. En el 2020 Unicef aportó otro dato, asegurando que 2 de cada 3 niños tienen acceso a internet. Les está permitido surfear por la web, pero no pasean ni juegan libremente a diario.
La ciudad de Viena cuenta con numerosos espacios verdes delimitados por muros o vallas, siendo el lugar ideal para combatir la enfermedad del interior. Estos son lugares seguros sin tráfico donde los niños pueden alejarse un poco y explorar por su cuenta. El Augarten es nuestro ejemplo favorito, pues contiene zonas de prado raso, de bosque más salvaje y pequeños espacios cercados además de fuentes y mapas de la zona. Dependiendo de la edad del niño, este podría pasear en su bicicleta sin temor.
Estrés infantil, el otro enemigo
Vivimos en un mundo competitivo que nos presiona a ser productivos, a mejorar continuamente y estar siempre en la cresta de la ola. Esto nos afecta a los adultos, por supuesto, en especial con el continuo bombardeo en los medios de comunicación. Sentimos que no hacemos lo suficiente, que deberíamos tener mejor aspecto, ser más diestros en el deporte y dominar más idiomas. Muchos niños comparten este sentimiento, se convierten en un proyecto para los padres bienintencionados que intentan prepárales para una carrera continua. Pero todas las lecciones de piano y actividades deportivas están robándoles tiempo de jugar libremente. De algún modo, hemos ligado el juego a “malgastar el tiempo”, considerándolo prescindible. Esto no significa que acudir a extraescolares sea malo, ni mucho menos, pero nuestra rutina no debería estar planificada hasta el último detalle, del mismo modo que los niños no deberían sentir que fracasan por no ser los mejores en todo. La evaluación continua a la que se somete a los niños tan solo consigue que se sientan presionados, padeciendo estrés a una edad demasiado temprana.
En nuestros jardines de infancia les transmitimos a los niños que lo importante no es el resultado final, sino el proceso. Cuando les proponemos actividades creativas, no pretendemos que reproduzcan fielmente lo que les mostramos de ejemplo. Son libres de salirse de la caja, expresándose como consideren y no comparando su obra a la de los demás. Siempre tienden a competir, ya sea corriendo o practicando cualquier habilidad, pero la postura de los pedagogos les da a entender que no están siendo evaluados. Adicionalmente, el juego libre les libera una vez terminada la actividad, de ahí que el horario alterne ambos.
Movemos a los niños de un lado a otro en coche, les imponemos rutinas estrictas y en la educación formal se les exige un alto rendimiento. ¿Qué se puede hacer para aliviar su carga?
¿Cómo se puede hacer frente a la falta de naturaleza y a todas sus consecuencias negativas en la infancia?
Hasta ahora todo han sido malas noticias, pero en realidad la cura a este mal es muy asequible. No solo eso, sino que nuestros propios hijos nos ayudan a cambiar nuestros hábitos de manera intuitiva: son, en cierta manera, primitivos. Los bebés prefieren a un ser vivo antes que a un juguete, los infantes se entusiasman en la naturaleza y los chiquillos desarrollan un “pensamiento salvaje” si no se les reprime. Es la biofilia de la infancia, un fenómeno maravilloso.
Aunque cueste esfuerzo, el remedio al déficit de naturaleza no es solo salir al exterior, sino soltar también las ataduras que atan a los niños. No llevarías a tu hijo de 7 años con correa por el parque, pero todas las limitaciones impuestas surgen el mismo efecto en él. En ocasiones van a necesitar explotar su vitalidad, reaccionar a la felicidad de manera “loca” o exagerada, correr desatadamente y experimentar sin tu constante supervisión. Es un riesgo, pero uno pequeño, puesto que no necesitamos un gran bosque para empezar este recorrido: un jardín es suficiente para dar rienda suelta a sus ideas creativas.
En nuestros grupos infantiles salimos siempre que las condiciones meteorológicas lo permiten, pero no nos dirigimos a los parques de la ciudad, con sus atractivos toboganes y columpios. Solemos ir a un amplio terreno vallado con árboles que tan solo contiene un arenero y unas pocas mesas de picnic. En este espacio practicamos todo tipo de actividades en la mañana: educación física, yoga infantil, teatro, manualidades… dejando también tiempo para que los pequeños jueguen libremente, interactuando entre ellos. Sin mayores distracciones, encuentran siempre algo que hacer: investigan las raíces de los árboles, donde han localizado colonias de hormigas; recogen frutas y hojas, que luego utilizan de diferentes maneras; crean sus propios juegos de rol, interpretando escenas del día a día o de mundos fantásticos. Su felicidad se percibe a simple vista, pues nadie les reprende si empiezan a correr o si deciden pasar un rato a solas explorando, si quieren jugar con sus compañeros o leer con los pedagogos. Bajo unas normas de comportamiento esenciales, tienen libertad para expresarse y decidir qué hacer con su tiempo, ¡también sugieren paseos!
[1] Woolley, H.E. and Griffin, E. (2015) Decreasing experiences of home range, outdoor spaces, activities and companions: changes across three generations in Sheffield in north England. Children's Geographies, 13 (6). pp. 677-691. ISSN 1473-3285 [2] Berman, M. G., Jonides, J., & Kaplan, S. (2008). The cognitive benefits of interacting with nature. Psychological Science, 19(12), 1207-1212.
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